21.10.10

dedelirantesdemencias

Nunca había sabido seducir a la gente. Ni a hombres, ni a mujeres. Ni siquiera a lo largo de los años había logrado enamorarse de sí misma. Pero aquella tarde, antes de regresar al infierno de batas blancas, se armó de valor y vomitó todas las palabras que le contaminaban la lengua desde hacía tanto tiempo. Querida, yo soy el aire, sentenció. No sé si te has dado cuenta, pero soy lo que respiras. Soy ese gas tóxico que flota a tu alrededor y que nutre tus ganas de vivir. Soy esa sustancia adictiva que te obliga a vivir porque, discúlpame, pero no te dejaré morir. No todavía. No mientras yo tenga que matarte.
Y desde el espejó se devolvió a sus propios ojos la mirada.