20.2.10

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Me deshago. Siento cómo mi corazón late con intención de estallar, quizá esperando el momento en que lo tenga entre las manos para hacerme volar en pedazos. Es posible que desaparezca sin que pueda darme cuenta. Quizá nunca haya existido, como metáfora, en ese oscuro rincón de mi mente que en ocasiones creo que no me pertenece. Pierdo el control. Un sabor amargo me duerme la lengua y dejo que una secuencia interminable de réplicas de un escalofrío me enturbie el cuerpo. La sangre acompaña al silencio que inunda la habitación. Ha dejado de hacerse pesada la sensación de distorsión de lo que me rodea, ha dejado de ser molesto el cansancio. Ya me da igual. Me persiguen los días de desaliento cerebral, o quizá sólo emocional, o tal vez sólo me torture la necesidad de ir siempre más allá. De intentar sobrepasarme, sobrecargarme y rebosar mi pensamiento con frugalidad. Y así es como mis propias ideas comienzan a derramarse, a perder la lógica dentro de mi cerebro. Así es como continúan las horas de callar por no explotar y como consecuencia implosionar, que al final es lo que mejor se me da. De callar por no escupir el sabor amargo que ahora me recorre el organismo adulterando la realidad, de lo que escurre ahora por mis órganos para marcar el laberinto por el que gotea la locura, el desfiladero por el cual la demencia fluye sin retractarme. Filtrándose en los poros de lo que imagino, decorando los esbozos de lo que bosquejo.
Tengo las vías respiratorias obstruidas por toda la mierda que inhalo, la boca seca por las lágrimas que me drenan el alma y las manos quemadas por no encontrar la calma. Llega la noche y suspiro. Las sábanas serán de nuevo testigo de la incineración de mis ganas por seguir despierta, de la aniquilación de los sueños, de la confección de la desesperación insomne. Es entonces cuando percibo la inestabilidad de mi elocuencia bajo el vago reflejo de las luces que se derraman, de las palabras que no me saben a nada.