19.1.10

Perseverada disforia.


Cuando se conoce el camino, es más sencillo volver sobre nuestros pasos. Me siento vieja. Me siento vieja de la rabia, por la impotencia de no poder purgarme. Y así es como regreso. Regreso a los viejos vicios. Regreso a los pecados marchitos como consecuencia de nuevas preocupaciones porque me siento vulnerable. Porque supongo que todos en el fondo, o en la superficie, acabamos derrumbándonos y somos débiles, infinitamente frágiles. Jodidamente endebles. Por eso, yo, reincido en los excesos. Vuelvo a ellos como síntoma de mi propia derrota, vuelvo como muestra de intentar seguir avanzando y sólo continuar tropezando sin aprender. Nada. Vuelvo vacía de vida y rebosando de muerte sobre el asfalto de mis días, sobre la ausencia de frío en mis horas, bajo la sobresaturación del pensamiento y la distorsión metafísica de mi materia. Sin rima. Sin adecuación en la pausa del texto. Vuelvo enredándome en mi decadencia, o en la demencia, para perder la conciencia. Quizá con conclusiones erróneas, quizá con demasiada apatía en la cabeza... Qué más da. Qué importa cuando empapo las sábanas con el olor metálico de mi existencia. Sin sudor, sin dolor, sin coherencia. Qué importa cuando el único deseo que llena mis abismos ahora vuelve a ser no salir de la cama para retorcerme sobre mi propia sangre sin siquiera ver el sol para no quemarme. Para no devorarme. Para no seguir ardiendo.