12.11.09

St.

A veces el viento se retuerce a nuestro alrededor. Se contrae, robando el oxígeno de las cosas que nos quedan por hacer, y no vuelve a expandirse hasta que el camino se nos tuerce. Las conversaciones se suceden, las vidas continúan, las malas conexiones cerebrales se controlan a base de pastillas. La existencia termina crucificando el pensamiento y las ganas de ser libre. Disminuye las ganas de volverse aire al ver que el viento empequeñece con cada chute de esperanza envenenada, llegando directamente al corazón. O a la maraña indefinida y podrida que pueda quedar de él. Se reducen las expectativas de futuro, se debilita el afán por cambiar o empezar de nuevo, se deteriora el sentimentalismo, se pierde la capacidad de emocionarse, se condensa la desesperación bajo una ducha que todavía no consigue ahogar un llanto. Las lágrimas se propagan por el silencio de la casa vacía e inundan cada rincón, cada sábana, cada recuerdo. No hay nada que decir, nada que pensar. Nada que querer oír. Sólo silencio. Y frío. Ese mutismo de minutos estáticos, donde quizá sólo los coches lejanos consiguen romper soledades y formar parte de la incapacidad de actuar. Donde quizá sólo dar vueltas en una cama abandonada deseando dormir logre quebrantar la necesidad de vomitar. Donde tal vez el insomnio tan solo agrave la realidad.