6.11.09

Llegan esos momentos en los que la vacuidad emotiva te hace preguntarte qué es lo que va a pasar ahora. Qué tiene qué suceder después, cuando parece que todas las historias ya han terminado. Cuando te das cuenta de que según pasa el tiempo nada deja de cambiar y al mismo tiempo todo sigue siendo lo mismo. Que todo empieza y acaba, pero que nada germina y concluye. Sientes cómo la secuencia de la experiencia se repite, cómo se sumerge la existencia en una espiral afilada y sin salida. Hasta que llegas al final. Te preguntas cómo sobrevivirás libre, sin nadie que te persiga, sin nadie que te desarme para tenerte a los pies y manipularte, sin nadie que te recuerde que la única compañía que siempre tendrás será tu cerebro retorcido. La puta soledad. Y te lo preguntas porque en el fondo sabes que todavía no se ha desvanecido. Entonces llegan esos momentos en los que te cuestionas el sentido de las cosas. Hay instantes huecos en el universo donde los silencios se pliegan y algo deslumbra la incomprensión. Algo te ciega el entendimiento. Ocurre en la sucesión instantánea e incesable de segundos. El mundo se detiene pero el viento sigue rugiéndote en el alma, o tal vez sólo en los árboles, o en la piel. El mundo se congela en la noche de abismos insondables y respiraciones. Es ahí, en ese preciso momento, cuando te preguntas el por qué de todo esto. Quizá sea imposible evitar que brote la desesperación en cascadas de sangre, tan real como ilusoria. Quizá simplemente sea necesario sufrir para ser felizmente infeliz y poder seguir viviendo.