16.10.09

Infortunio de la existencia.

Me deshago en la víspera de mi tangible ausencia. Mi organismo rechaza la comida. Puedo sentir cómo se me retuercen las palabras en la boca del estómago. Estoy nerviosa, expectante. Esto empieza a ser peligroso. Joder. Te lo diría sin delicadeza, presa de la desesperación, de la honesta incontinencia. Lo vomitaría para compartir mi veneno, para neutralizar mi dolor, para volver a sentir el calor en tardes de otoño donde témpanos de hielo conquistan mis manos. Te lo gritaría en un susurro, olvidándome del mundo, olvidándome de mí, de mi cerebro. Explotaría, esclavizada por el deseo, presa de la ausencia de coherencia, sin preocuparme de los momentos en los que imagino saltar desde la ventana de un quinto piso para llegar sin pensar al Infierno. Pero me obligo a no querer. Quizá no ahora, no todavía. Porque el dolor vuelve a mi cuerpo, las lágrimas ajenas empapan mi soledad. No dejo de fumar, ni de darle vueltas a todo. Siempre se estropea al final, se me niega la libertad, se me prohíben los paraísos, las dimensiones perpendiculares a la realidad. Acabo aferrada a un papel que envuelve mi ponzoñoso y transitorio invierno, acabo rodeada de jardines de ladrillos de polen y soñando sumergirme en los puntos de fuga del puto horizonte. Me desespero. Lo necesito.