20.9.09

Último domingo en libertad.


Existe una corriente de viento en las calles de domingo por la noche, donde las tenues farolas y la ausencia de personas se distinguen, que sostiene mis tormentas de humo. Cada bocanada es un privilegio que me priva minuciosamente de mis minutos de vida. Inspiro con desfallecida fuerza, abatida. El frío se percibe agotado, como cansado de hundirse en los huesos y gargantas de la gente.
Me retuerzo en la espera nebulosa, donde no habitan más pasos que los míos, en la acera en la que mi sombra es la única que se proyecta. El silencio es algo imposible, pero yo puedo oírlo. Escucho ese silencio de carreteras quizá todavía húmedas por la tempestad, de coches lejanos surcando el asfalto y aire en los árboles. Mis cascabeles marcan el compás de las canciones tristes que derramo por la boca sin pensar. Llevo días evitando que mi cerebro tome el control, simplemente me dejo llevar. Me dirijo hacia los agujeros negros que me absorben sin preguntar.
A veces sencillamente necesito deshacerme del agua que me sobra para espaciar mi vacío, para dejar que se expanda a lo lejos y me extravíe a mí en el proceso. Soy una infusión de contrariedad que busca la calma en la sangre, en la lluvia particular, en la melancolía, en el estar sin estar... Mi alcaloide y mi panacea. Busco el sedante de la soledad para desgarrarme sin el conflicto de la realidad. Y me quedo así, sonriéndole a los sueños.