20.9.09

Monochrome.


Aún hay demasiada luz. El destello dorado empapa la habitación. El silencio inunda la casa. O imagino que la inunda. Y, mareada por el ruido de la conversación ajena, me pierdo en los huecos de mi cuerpo. Donde la indiferencia todavía me sangra, donde revivo con el sudor del sufrimiento, con el fuego pálido de la melancolía. Vuelvo al recuerdo de las noches níveas, soñando la soledad. O quizá sobrevolándola, como a una ráfaga que parece inofensiva y que, sin embargo, se inmiscuye en mis huesos, dejándome su beso estremecido. Condenada al mutismo del pecado, a la angustia de la más oscura infamia amarrada en las entrañas, rescato inútilmente lo que me inclino a pensar que fue, pero que bien pudo nunca haber sido. Y donde alguna vez hubo esperanza, solo quedan funestas tinieblas unidas vilmente a mi.
Allí donde sueño, donde veo los ocasos morir, los fantasmas de viejas memorias yerman mis pasiones, aferradas a la pesadilla. Me queda el mar inexistente de siempre, la piel fría y el invisible calor que mana del sol.
Quizá lleve demasiado tiempo intentando escapar. Mis manos intentan explicármelo a mí en mi primer lugar, pero se inutilizan los músculos de sal y la soltura rota. “Atraviesa ya la cortina gris, deja de pensar, nunca estás aquí.” Echo de menos mis fotos con emociones y vida. Siento cómo la realidad se me echa encima, cómo se abalanza sobre la decisión de los caminos que me ofrecen rostros desconocidos. Cómo el miedo y el abismo se entrelazan y se oponen al deseo de liberarme, siento cómo las esencias vacías de otros buscan aún sustento o solución en la cromátida de mi alma.
No sé cómo seguir. Necesito hundirme. Necesito asfixiar lo que me anula.