7.9.09

El reflejo.

La habitación está a oscuras. La encuentro tendida en la cama, fumando con parsimonia, con la mirada perdida y sumergiéndose en su bucle de adicción a los excesos. Intento hablar con ella, hacerle entrar en razón, pero o bien no quiere, o no sabe, o no puede.
Reduce todo a lo físico. Con el dolor, la sangre y el abandono en los brazos prohibidos de siempre. Lo peor de todo es que no es un sueño, y ella lo sabe. Sabe quien es el dueño de esas manos que le recorren el cuerpo en las noches de oscuridad, quien las guía a lo largo de su piel blanquecina... Se excusa diciendo que es más fácil olvidar el sufrimiento metafísico con el asco corpóreo al pertenecerle, al dejar que sea su boca la que desgarre su alma y sus labios los que le mientan escupiendo “te quiero”. Pero en el fondo se atormenta igual, porque sabe la verdad, conoce el camino y su final. Sabe que todo desemboca en la misma angustia, en la soledad, en la vacuidad emocional. Y que su vicio a la ataraxia sentimental no solventa lo que siente, ni lo reduce, ni lo extermina. Se exaspera cada vez que la traigo de vuelta a la realidad, cada vez que la obligo a ver la certeza de sus circunstancias. Entonces se levanta y, entre lágrimas y gritos, sin saber muy bien qué es lo que le impulsa a enfrentarse a lo que le digo, me golpea con fuerza hasta que le sangran las manos. Hasta que los cristales rotos llegan al suelo.