18.9.09

Despedida reprimida.

Se me pierde la lengua en la boca. Se retuerce entre la carne mordida y ahora dormida. Cierro los ojos y en un viaje de náuseas inesperado, recuerdo el mar. Cierro los ojos y me encuentro sentada en la arena con el arrullo de las olas en mi cabeza. Puedo respirarlo y sentir el aire silbando a mi alrededor. No hay música, ni ruido, sólo la melodía del agua fría, el compás del vaivén del mar. Atardece, anochece. Abro los ojos. Amanece. El rugido del autobús insonoriza la marea menguante. La náusea sigue latente y me enfundo en plástico para cuando el vómito emerja. Dejo de pensar. Fumo con parsimoniosa melancolía, dejando que el océano me arrope para fundirme en sus ondas. La angustia desaparece gradualmente, según la luna aparece. Me filtro en sus destellos de plata, en su reflejo acuoso, y entonces recupero mi músculo dialogante y formulo la sentencia:
-Ninguna historia tiene un final feliz.