26.9.09

El veredicto del verdugo.



-¿Cómo te encuentras hoy? –pregunta mientras trata de descubrir alguna grieta por dónde darme alcance.
-Pues no sé.
-Indaga –insiste.
-... No sé. Me siento cansada. Me siento ausente. Me duele el cuerpo. Siento que me gustaría que mis palabras se escribieran con sólo pensarlas, aunque lo que surgiera fuera completamente inconexo y sinsentido. Pretendo que lo que digo salga sin pensar de mí, me gustaría poder sincerarme empezando por hacerlo conmigo misma, me encantaría tener que dejar de entablar estas conversaciones absurdas que no me conducen a ningún sitio.
-Entiendo.
-No. En eso se equivoca. Todo el mundo se cree que puede entender, pero nadie capta una mierda. Si no lo puedo comprender yo, ¿cómo iba a hacerlo usted? No puede entrar en mi mente, no puede descifrar lo que no le digo aunque se empeñe en recodarme que el brillo de mis ojos está apagado, que he dejado de irradiar luz. Eso no soluciona nada, absolutamente nada. Y en este caso, lo sabe mejor que yo.
-Es posible –reconoce.
-Es usted una verdadera manipuladora de las situaciones –le reprocho con cinismo.
-Además formo parte de ti. No lo olvides –reconoció con una frívola sonrisa.- Ahora bien, dime, ¿dónde te gustaría estar en este momento?
-No lo sé.
-Entonces empieza diciéndome dónde no te gustaría estar.
-Este sería un buen lugar para evitar –dije refiriéndome a aquella cueva.
-Continúa. Cierra los ojos e imagina un lugar, el lugar, tu sitio.
Cerré entonces los ojos. Creo que era la primera vez que no me oponía a sus inútiles órdenes o consejos. Cerré los ojos y nada me venía a la mente. Podía sentir el rojo de mis párpados filtrando la luz del sol, pero lo demás seguía a oscuras. No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin, desde mis retinas, surgió el color. La negrura comenzó a aplacarse y alcancé a oír un sonido. Lejano. Olía a sal. Escuché el vaivén de las olas del mar entre los suspiros del viento. No quise abrir aún los ojos. Todavía no.
-¿Qué ves?
-Nada.
-Inténtalo.
-Tengo los ojos cerrados. Estoy esperando el momento adecuado para abrirlos, allí.
Ella guardó silencio. Me rendí entonces a mi realidad ilusoria. Descosí mis pestañas lentamente. Y allí se encontraba el acantilado de piedra, las rocas afiladas como estigmas de la Tierra, y la inmensidad extendiéndose hasta el fondo del horizonte, por donde el sol se hundía adentrándose en el mar. Era escarlata, era una bola de fuego candente que flotaba sobre un cielo gris.
-Veo el mar. No veo una playa –en el mundo que compartía con Ella aún tenía los ojos cerrados.- Tan sólo veo el mar, el agua, agitándose con calma, rugiendo a mis pies. Estoy sentada. Descalza. Visto un jersey viejo, roído, de color malva oscuro. No hay música. Tengo tabaco. Llevo unos vaqueros rotos. Hay alguien que me mira, pero no sé quién es. Me mira en la distancia. No le doy importancia. Me concentro en el mar, en el sol que desaparece y en la oscuridad que comienza a dominar del lugar. No hace frío, pero el aire me envuelve con su aroma a salitre y dejo que remueva mi cóncava tristeza. Hay un agujero...
-¿Dónde?
-En mi pecho. Ahí es donde más me duele.
-¿Sabrías decirme por qué?
-Sí...
-Adelante.
-Pero no quiero hacerlo.
-Está bien.
Salgo del trance. La otra voz de mi cabeza se atenúa. Alguien llama por teléfono y no entiendo muy bien porqué. Si mal no recuerdo lo descolgué...
-Te echo de menos –murmura.
-Yo también me echo de menos...
Se suceden las imágenes, discordantes. Las incongruencias se materializan y amenizan mi desvelo. Me despedazan, mi piel raída comienza a sentir la caída, el peso de la realidad, la gravedad arrancándome de entre las mantas... Me arrastran hacia lo intachablemente puro, donde los atuendos blancos deducen pulcramente cuál es la dosis que más me conviene. Yo no quiero escuchar. Quiero encerrarme en mi mundo de sábanas manchadas de sangre, donde un fantasma sincero me abrace, sin que nadie me pregunte la verdad, donde las dolencias se quedan a parte. Donde no existen los “continuará” y los “ojalá” no toman parte.
Pero ya he encontrado mi sitio. En el cual las imágenes hablan por las palabras y la música acompaña a los retratos de las almas que no quiero dejar de coleccionar. Allí, arropada por el aliento del océano, por las imperfectas sinfonías de mis manos de hielo y la nítida fragancia de las dalias, floreciendo de la crisálida oscura, sin dejar de vivir y recordar.
Ahora sólo me queda llegar a él para apresarlo.

Quien realmente lo entiende y puede llegar a mí a través de las canciones...
Cocorosie, Black Poppies