23.9.09

Lo de siempre.

El sol es de fuego. Se me retuerce algo por dentro. Hay veces que necesito arrojarme a las llamas de una carretera abandonada, fundirme con el asfalto. No deja de repetirse ante mis ojos la pesadilla. Yo, con una cara sin nada más que piel, en una noche de Luna nueva, tirada en la carretera perdida, arrancándome la ropa mientras llueve y lloro y grito de desesperación en una puta autopista por donde no pasa nadie. Donde no se me escucha, ni se me ve, ni se me imagina. Sólo lo estoy viviendo yo. Como si estuviera atrapada en un mal viaje insoportable. No puedo comer y duermo, desgraciadamente, peor que nunca. No ha pasado una hora cuando de pronto, sobresaltada, abro los ojos. Es la 1:16 de la madrugada y todavía hay alguien con la luz encendida en la casa. Yo lloro, sin saber por qué o sin querer saberlo. La nausea no se va. Me vomito y me anestesio. El dolor, como ya he experimentado tantas otras veces, me sirve de morfina. La sangre me narcotiza, puedo volver a ser persona, o al menos un intento de ello. Pero he tenido mala suerte y han quedado en las sábanas demasiadas evidencias. Entonces, mientras maquino una excusa aceptable, el invierno llega a mi habitación. Llega con un torrente de nieve que se cuela por mis agujeros cuando respiro. Mi corazón me palpita en el esternón. Es de esos latidos que si guardas silencio se escuchan. Después la nieve me atrapa. Ya no siento el frío y puedo dejarme caer.

-Déjeme que le diga una cosa: tiene usted una depresión de caballo.
-¿Le he contado ya mi sueño?
-Debería dejar sus malos hábitos.
-Es lo que me empuja a seguir existiendo. Gracias y buenas noches.