10.9.09

Bla, bla, bla.

Me encuentro perdida en la total indiferencia carente de coherencia de mis actos. Porque decido que no te quiero ver y aún así te encuentro, como si fueras el mismísimo Destino con intenciones de torturarme. Inútiles, claro.
Estás allí, delante de mí, repasando cada detalle de mi comportamiento que hayas podido olvidar en mi período de tiempo ausente. Yo evito mirarte a la cara. No es que me falte el valor, pero me da asco. Me repugna lo que te entregué de mi vida, lo que quise compartir contigo y lo lejos que, soñando o no, llegaste en mí.
Entonces le pregunto a la metáfora y me contesta que es agua pasada. Pero se engaña: es agua estancada. Es lo que me obliga a mirar hacia abajo y arrepentirme por cómo soy y lo que hago, cuando en realidad debería introducirme sin remordimientos en los túneles de nieve que conectan con mi cerebro. Debería perderme en el aroma de las moras quemadas, de la cristalización de las piedras. Pero no. Tu gesto, tu puto gesto me hace sentirme mezquina y miserable, tu mirada me recuerda que soy un monstruo incapaz de amar y encerrado para siempre en sus propias cárceles de aire. Pero en realidad te equivocas. El amor se distorsiona y mi vida podrida, mientras se deshace, me aporta la felicidad que muchos otros me arrebatan. Puedo querer evitar el vicio, pero no es una adicción. Es un suplemento a mi existencia que me distorsiona, que me eleva, que me transfiere a la verdadera realidad. Y este sentimiento no me duele, me corresponde y no me juzga. Soy quien soy, sin importarme si quiero o puedo o está bien serlo.