10.9.09

Agridulce.

Es curioso, pero ya no sé cuándo cicatrizan o cuándo les echo tierra a mis heridas.
El espacio respiratorio de mi pecho se reduce y me oprime. Vuelvo a introducirme sin voluntad en ese trapecio circular que no dejaré que me incluya nunca.
Es como una sucesión de imágenes, donde evito nombrar las reiteradas palabras que confeccionan mi vida a la perfección, en la cual todo se reproduce por rebobinación. Se me anuda el sentimiento en la boca del estómago, como si fuera más capaz de sentir que el corazón, como si habitara allí la real fuente de mi existencia. La escena es intranquila, pero reposa en ella una mirada o bien serena, o bien ausente. La cámara retrocede, el foco se desequilibra y descifro en la penumbra el contorno dorado y fugaz de su presencia. Divina sensatez prudente, siempre decide abandonarme en los mejores momentos.
Continúo sin dormir, o sin saber que duermo, por un espacio de largas horas. O por un largo espacio de horas. O qué sé yo. El caso es que evoco mi vida de los libros, de la innecesidad de querer o de aceptar o dejar que me quieran o... Hoy todo se me antoja libre de elección. Quizá no me importa todo lo que nada pueda ser realmente. Pero la imagen está aún ahí, hasta que...
Fundido en negro.
Aparece entonces lo que creo reconocer como mi pelo, largo, enredado y brillante, desafiando las leyes de la gravedad. O de la movilidad. Surjo de entre las olas empapada y me seco según avanza el tiempo, donde no existe la metáfora. Emerjo marcha atrás del mar, envuelta en ropa que se drena mientras corro hacia la cámara de espaldas. Entonces se escuchan unas teclas de piano apagadas, el ruido blanco de un televisor.
Hace viento, pero aún así puedo distinguir como de forma antinatural mi rostro se vuelve al objetivo y sonríe.
Fundido en negro.
Sin ojos.