27.8.09

La chica caleidoscópica.

Llevaba sucediendo varios años. Despertaba de forma discontinua cada noche, esperando que al abrir los ojos, en alguna de todas las veces, ya hubiera amanecido. Pero la oscuridad seguía tan intacta como mis somníferos.
“Tenía que dormir, me exigí. Y lo intenté. Pero no fui capaz. Había algo en algún lado, no sabía dónde, ni siquiera lo sospechaba, tal vez en el recodo más extremo del universo, qué más da, que me decía que no estaba obrando bien, que me equivocaba, que había convertido mi necesidad de ser feliz en un juego caprichoso que comprometía injustamente a los demás, y que eso no era honrado, puta voz de la conciencia que no me dejaba en paz”.
Y era eso, más que nada. Tenía una dama de hierro incrustada en mi cerebro y no podía dejar de derramar y sangrar ideas. Aún me atraía más una pastilla sonriente, un girasol o cualquier sustancia que consiguiera alejarme del universo material que los putos antidepresivos. Quedarme inconsciente no iba a solventar mi desequilibrio personal permitido y sustentado con manías, paranoias y obsesiones. Yo no buscaba la salida. Pretendía quedarme allí, encerrada para siempre en el bucle de la locura, en los mundos alternativos de mi demencia.

He sucumbido a lo irreal, me he dado cuenta de que mi estado catatónico de caos alegórico no es crónico. Se basa en la selección natural: mi racionalidad ha desechado lo que no me servirá de nada, lo que no me ayudará a sobrevivir. Los delirios no son casualidades ni están relacionados con el destino. Al fin he logrado entenderlo.

Entonces me levantaba y salía a la calle para ver amanecer. Aquella dimensión estaba fundida con el viento, con las luces difuminadas y la distorsión de los idiomas. Estaba plagada de trayectos interminables, de sonrisas indestructibles, de sentimientos indescriptibles.
“Por culpa de las palabras que no existen, nos quedamos sin ver ni entender muchas cosas que sí existen”.
Yo estaba allí. Podría sentir las almas respirando alrededor de mí, distinguía sus auras proyectándose sobre los mundos sin perspectiva ni profundidad. Caía derrotaba sobre el césped húmedo, amparada por las nubes cárdenas y los sentimientos que flotaban en el aire. Respiraba la esencia de la vida, me consumía, deshaciéndome en placer y dolor, y renacía del polvo de mis huesos rotos. Caía, hundiéndome en lo viscoso de la armonía, en una carretera de algodones y agujas, con la total independencia de mis movimientos, sin pertenecerme más que técnicamente.
Caía, fundiéndome en el agua, alcanzando el reflejo. Porque allí estaba ella, entre tres espejos, devolviéndome la mirada con sus ojos de crystal.