22.8.09

En caída libre.

En más de una ocasión me siento absurda. Cuando sé que debo y puedo hacer algo, cuando me olvido de los miedos sin sentido y me dejo caer al vacío, sin preocuparme de cuando llegaré de nuevo a estrellarme contra la realidad. Porque la verdad es que debería preocuparme. Debería importarme cuándo llegará ese momento. Pero al final siempre me aborda por sorpresa. Ni siquiera me había molestado en pensar en las consecuencias, pero debería haberlo hecho. "Esto siempre llega", lo he dicho siempre.
Me desespero. Me retuerzo de dolor dolor, físico, metafísico, espiritual, mental, imaginario y congénito. Me extravío en mundos que no me pertenecen, en universos que no me convienen, en dimensiones en las que no quiero estar. Me levanto cada puto día tras haber dormido escasas horas. No puedo evitar mirarme en el espejo, aunque no quiera, aunque ya sé que voy a encontrar lo mismo de siempre, aunque me repugne ese color grisáceo y enfermizo de mi piel. Me miro y me contemplo con la parsimonia, el asco y la incomprensión de siempre. Quizá distorsione la visión, pero las ojeras rojas de todos los malditos días están ahí. Está ahí la pesadumbre, el desaliento, las ganas de no saber y de desvanecerme. También están ahí mis cicatrices, mi cuerpo repleto de heridas, mis manos manchadas de sangre, mis pulmones pidiéndome más humo y mi cerebro suplicándome escapar.

Ya no sé dónde esconderme.
No quedan sitios en este pútrido lugar y en ocasiones temo seguir huyendo, porque sé que puedo perderme entre rayos de luz difusa y melodías deformes. Sé que puedo acabar hundiéndome en las lágrimas que oculto, en mi mar en llamas, en mis abismos de silencio bajo el ácido negro. Porque ahora me duele lo que ya no debería importarme. Me duelen las certezas que ya conocía, las ausencias que suponía, la falta de mi presencia, de mi esencia y de mi vida misma.

Quizá después de todo sólo me quede mi propio odio, la rutina y la superficialidad de todo lo demás.