7.2.10

Domingos

Hablan de la demencia, de las mismas vivencias, de otros, de los pensamientos que creen compartidos, de la biodiversidad cerebral, del exceso de vicios, de la falta de cojones -también llamado valor- para saltar al vacío, de la poca capacidad para huir de lo que temen porque no lo entienden... Entonces llega el momento, como en tantas otras ocasiones, donde el dolor mental rebasa los límites de la realidad y es cuando yo empiezo a sangrar. Así me duermo. Así sucumbo, en las noches de lo que poéticamente se denomina desvelo, y de lo que en los tecnicismos se conoce como insomnio, me ahogo en un mar entre salado y carmín que escupo por todos los resquicios de mi cuerpo. Me quedo atrapada y en silencio, arañándome la piel, deseando atravesar lo poco que pueda quedar de mi alma con mil años de envejecimiento fortuito, de declive accidental, en un sólo segundo. Ansiando implosionar, quedarme sola, contigo, enredándome en tus brazos mientras me diluyo en la espiral de ácido de mi cerebro. Me deshago. Me encojo. Me descompongo. Hago bolas en mi boca con la comida. No quiero tragar. Me da escalofríos sentir cómo el alimento escurre por mi esófago para alargar mi vida. Pienso en licuarme, en desaparecer cuando respiro, en no volver a ver amanecer, en no levantarme otra mañana de la cama, en que se acaben los días, y las noches, en no pensar, en no creer, en no doler. Pierdo mi armonía y encuentro tu disonancia. Encuentro la puta paz que en los momentos de desesperación siempre he necesitado. Encuentro la calma. Te encuentro a ti. A tu tristeza. A tu soledad. Tu voz, y sus ecos.
Enloquece conmigo.