4.1.11

Café inclemente

Había sido un dia muy largo de inesperadas y no necesariamente gratificantes sorpresas y calamidades. Hacía calor. Era temprano. En una noche de invierno de un nuevo año extraño, hacía calor y mi cuerpo necesitaba frío. Opté por abrir la ventana mientras buscaba a tientas un mechero de entre toda la porquería de la mesa. Joder, pensé, creo que nunca he tenido esto tan desordenado. Entre bragas, metrobuses gastados, dinero, llaves, y mierdas diversas, lo hallé. Prendí un cigarro con toda la ira, desfachatez y naturalidad propios de un ser profundamente trastornado, alta y potencialmente paranoico como yo, a expensas de una anónima denuncia que pudiera bien provenir de unos encantadores vecinos que alegaran que su niño inhala mi humo, que su perro inhala mi humo, o que su puta madre se ha convertido en mi puto humo. Quién sabe. Ahora, en realidad, no me preocupa. Pensaba en el eclipse parcial de mañana por la mañana cuando de repente sonó esa música que aún soy incapaz de escuchar. Pasé la canción y me dispuse a recoger mi desastre, pero entonces me llamaste. Llamas y con todo tu inocente descaro me dices algo que no llega bien a mi cerebro. Yo lo traduzco a mi gusto, claro:
-Madrugar es la catástrofe más tortuosa y horrible del universo. No merece la pena. Vete a ver el puñetero eclipse con tu abuela, si te place.
-Estupendo. Que te den. No me importa nada de todo lo que tengas que decirme. Puedes pudrirte si quieres.
-Ya te llamaré para vernos otro día.
-Espero no. Adiós.
Y así ha quedado. Si te hubiera tenido delante habría apagado mi cigarro en uno de tus ojos para después volver a encenderlo y acto seguido apagarlo en el otro. Te habría escupido y probablemente habría cogido tu cabeza para estamparla contra el caos de mi mesa. Tal vez te habría roto alguna que otra costilla con alguna que otra silla y te habría arañado las entrañas.
Estoy jodidamente triste y tú has colmado mi embalse de la paciencia. Has invadido mi cerebro y ahora tengo que matarte.