4.12.10

De infelices resoluciones

Nunca es demasiado tiempo. Nunca dura tanto como la deshidratación de mi alma en las sombras frías y duele más que la sangre seca de mis sábanas al despertar. Porque ahora ya sólo son mis sábanas y no nuestras. Porque ahora lo único nuestro que nos queda es la Nada que se expande como la peste del pensamiento. Ya no hay mañanas de domingo ni té al despertar, no hay peleas de almohadas, ni caricias en el desvelo, ni susurros al soñar.
Recuerdo el tiempo de hace dos semanas, lo recuerdo como si fuera ayer, incapaz de olvidar. Era de noche y hacía menos frío que hoy, quizá por el calor de tu cuerpo o tal vez porque el viento gélido aún no había llegado a la ciudad. No lo sé, ni me importa. Sólo recuerdo tus ojos en la esquina de aquel pequeño bar, en la penumbra, fumando como jamás había fumado y hablando de las locuras más inhumanas que destruían nuestros cerebros a cada segundo. Pude susurrarte un te quiero, rozándote la mano, esperando no caer. Pero me equivoqué.
Los fantasmas dibujados en la espalda no van a desaparecer, ni los trece ángeles velando sueños.
Seis días en el fondo del océano no son suficientes.